viernes, 19 de noviembre de 2010

FERNANDO VII

Fernando VII, el Deseado, nació en El Escorial el 14 de octubre de 1784. Era el tercer hijo de Carlos IV y de María Luisa de Parma.
     Con la subida al Trono de su padre, en 1788, Fernando era reconocido como príncipe de Asturias por las Cortes.
     El canónigo Escoiquiz, principal artífice de la Conspiración de El Escorial, fue durante varios años su preceptor quien le inculcó la desconfianza y un feroz odio a sus padres y a Godoy por manipularlos a su antojo. Su carácter se hizo frío, reservado e impasible a cualquier sentimiento.
     En 1802 se casó con María Antonia de Nápoles. Con el tiempo, su esposa le tomó afecto y le hizo afirmar su personalidad. Tras el fallecimiento de la princesa, en 1806, Escoiquiz recuperó toda su influencia sobre Fernando, alentándole en sus conspiraciones, hasta que fue descubierto dando lugar al conocido proceso de El Escorial. Un par de meses más tarde, el Motín de Aranjuez provocó que Godoy fuese destituido y Carlos IV abdicara en su hijo. Así, Fernando VII comenzó a reinar el 19 de marzo de 1808 con la aclamación popular, que no veía en él a un mal hijo sino a una víctima más de Godoy.
     En 1808, Napoleón Bonaparte convocó a Fernando VII en Bayona, donde estaba Carlos IV exiliado, para que renunciase a la Corona española. Napoleón nombró rey de España a su hermano José, que reinaría en España como José I hasta 1813, mientras tenía lugar la Guerra de la Independencia.
     Durante la Guerra de la Independencia, el Consejo de Regencia reunió, en 1810, las Cortes en Cádiz y se declaró «único y legítimo rey de la nación española a don Fernando VII de Borbón», así como nula y sin efecto la cesión de la Corona a favor de Napoleón. Las derrotas de las tropas francesas, a manos de los españoles, llevaron a la firma del Tratado de Valençay el 11 de diciembre de 1813 por el que la Corona española era restaurada en la persona de Fernando.
     Fernando VII regresó a España en 1814. Un grupo de diputados absolutistas le presentó el denominado Manifiesto de los Persas, en el que le aconsejaban la restauración del sistema absolutista y la derogación de la Constitución elaborada en las Cortes de Cádiz de 1812.
     En los primeros años de su gobierno tuvo lugar una depuración de afrancesados y liberales. Los pronunciamientos liberales del Ejército obligaron al Rey a jurar la Constitución, poniendo en marcha el llamado Trienio Liberal o Constitucional (1820-1823) donde se continuó la obra reformista iniciada en 1810: abolición de los privilegios de clase, señoríos, mayorazgos y la Inquisición, se preparó el Código Penal y volvió a estar vigente la Constitución de 1812.
     Desde 1822, toda esta política reformista tuvo su respuesta en una contrarrevolución surgida en la Corte, la denominada Regencia de Urgell, apoyada por elementos campesinos y, en el exterior, con la Santa Alianza que, desde el centro de Europa, defendía los derechos de los monarcas absolutos. Al año siguiente se iniciaría la llamada Década Ominosa que consolida el absolutismo como forma de gobierno, coincidiendo con la independencia de la mayoría de las colonias americanas.
     El 7 de abril de 1823 entraron en España las tropas francesas mandadas por el Duque de Angulema, los Cien Mil Hijos de San Luis, a los que se sumaron tropas realistas españolas. Sin apenas oposición, el absolutismo fue restaurado.
     La última etapa del reinado de Fernando VII fue de nuevo absolutista. Se suprimió nuevamente la Constitución y se restablecieron las instituciones existentes en enero de 1820, salvo la Inquisición. Los años finales del reinado se centraron en la cuestión sucesoria: a pesar de haber contraído matrimonio en cuatro ocasiones, sólo su última mujer le dio descendientes, dos niñas.
     Desde 1713 estaba vigente la Ley Sálica, que impedía reinar a las mujeres. En 1789, las Cortes aprobaron una Pragmática Sanción que la derogaba, pero ésta no fue publicada hasta 1830, cuando el Rey, en su cuarto matrimonio, con María Cristina de Borbón, esperaba un sucesor. Poco después, nació la princesa Isabel. En la Corte se formó entonces un grupo que defendía la candidatura al Trono del hermano del rey, Carlos María Isidro de Borbón, y negaba la legalidad de la Pragmática, publicada en 1830.
     En 1832, durante una grave enfermedad del Rey, cortesanos carlistas convencieron al ministro Francisco Tadeo Calomarde para que Fernando VII firmara un Decreto derogatorio de la Pragmática, que dejaba otra vez en vigor la Ley Sálica. Con la mejoría de salud del Rey, el Gobierno, dirigido por Francisco Cea Bermúdez, puso de nuevo en vigor la Pragmática, con lo que a la muerte del Rey, el 29 de septiembre de 1833, quedaba, como heredera, su primogénita Isabel, que reinaría con el nombre de Isabel II.

CARLOS IV

Acceso al trono

Sucedió a su padre, Carlos III, al morir éste el 14 de diciembre de 1788. Accedió al Trono con una amplia experiencia en los asuntos de Estado, pero se vio superado por la repercusión de los sucesos acaecidos en Francia en 1789 y por su falta de energía personal que hizo que el gobierno estuviese en manos de su esposa María Luisa de Parma y de su valido, Manuel Godoy, de quien se decía era amante de la Reina, aunque hoy en día esas afirmaciones han sido desmentidas por varios historiadores.[1] Estos acontecimientos frustraron las expectativas con las que inició su reinado. A la muerte de Carlos III, el empeoramiento de la economía y el desbarajuste de la administración revelan los límites del reformismo, al tanto que la Revolución francesa pone encima de la mesa una alternativa al Antiguo Régimen.

Gobierno del conde de Floridablanca

Carlos IV, en su juventud, en un retrato de Mengs (Museo del Prado, Madrid).
Las primeras decisiones de Carlos IV mostraron unos propósitos reformistas. Designó primer ministro al conde de Floridablanca, un ilustrado que inició su gestión con medidas como la condonación del retraso de las contribuciones, limitación del precio del pan, restricción de la acumulación de bienes de manos muertas, supresión de vínculos y mayorazgos y el impulso del desarrollo económico. El propio Monarca tomó la iniciativa de derogar la Ley Sálica impuesta por su antecesor Felipe V, medida ratificada por las Cortes de 1789, que no se llegó a promulgar.
El estallido de la Revolución francesa en 1789 cambió radicalmente la política española. Conforme llegan las noticias de Francia, el nerviosismo de la corona crece y acaba por cerrar las Cortes que, controladas por Floridablanca (mantenido en el poder por consejo de su padre), se habían reunido para reconocer al Príncipe de Asturias. El aislamiento parece ser la receta para evitar la propagación de las ideas revolucionarias a España. Floridablanca, ante la gravedad de los hechos dejó en suspenso los Pactos de Familia, estableció controles en la frontera para impedir la expansión revolucionaria y efectuó una fuerte presión diplomática en apoyo a Luis XVI. También puso fin a los proyectos reformistas del reinado anterior y los sustituyó por el conservadurismo y la represión (fundamentalmente a manos de la Inquisición, que detiene a Cabarrús, destierra a Jovellanos y despoja de sus cargos a Campomanes).

Gobierno del conde de Aranda

En 1792, Floridablanca fue sustituido por el conde de Aranda, amigo de Voltaire y de otros revolucionarios franceses, a quien el rey encomienda la difícil papeleta de salvar la vida de su primo el rey Luis XVI en el momento en que éste había aceptado la primera Constitución francesa.
Sin embargo, la radicalización revolucionaria a partir de 1792 y el destronamiento de Luis XVI—el rey francés fue encarcelado y quedó proclamada la República— precipitó la caída del conde de Aranda y la llegada al poder de Manuel Godoy el 15 de noviembre de 1792.

Crisis final

Con tal sucesión de guerras se agravó hasta el extremo la crisis de la Hacienda; y los ministros de Carlos IV se mostraron incapaces de solucionarla, pues el temor a la revolución les impedía introducir las necesarias reformas, que hubieran lesionado los intereses de los estamentos privilegiados, alterando el orden tradicional.
La presencia de soldados franceses en territorio español aumentó la oposición hacia Godoy, enfrentado con los sectores más tradicionales por su política reformista y entreguista hacia Napoleón. A finales de 1807 se produjo la Conjura de El Escorial, conspiración encabezada por Fernando, Príncipe de Asturias, que pretendía la sustitución de Godoy y el destronamiento de su propio padre. Pero, frustrado el intento, el propio Fernando delató a sus colaboradores. En marzo de 1808, ante la evidencia de la ocupación francesa, Godoy aconsejó a los reyes que abandonaran España. Pero se produjo el Motín de Aranjuez, levantamiento popular contra los reyes aprovechando su presencia en el palacio de Aranjuez. Godoy fue hecho preso por los amotinados. Carlos IV, ante el cariz de los acontecimientos, abdicó en su hijo Fernando VII.
Napoleón, receloso ante el cambio de monarca, convocó a la familia real española a un encuentro en la localidad francesa de Bayona. Fernando VII, bajo la presión del Emperador y de sus padres, devolvió la Corona a Carlos IV el día 6 de mayo, sin saber que el día antes Carlos IV había pactado la cesión de sus derechos a la corona en favor de Napoleón, quien finalmente designó como nuevo rey de España a su hermano José.

Final

Carlos permaneció prisionero de Napoleón hasta la derrota final de éste en 1814; pero en ese mismo año Fernando VII fue repuesto en el Trono español, manteniendo a su padre desterrado por temor a que le disputara el poder. Carlos y su esposa murieron exiliados en la corte papa

CONGRESO DE VIENA

Participantes

Klemens von Metternich, que presidió la conferencia, y Charles Maurice de Talleyrand, que actuaba en representación de Luis XVIII, el cual consiguió varios éxitos para Francia pese a la derrota, fueron los protagonistas más destacados. Cabe mencionar, además, el zar Alejandro I de Rusia, quien tuvo un papel clave en el Congreso y vino acompañado por sus consejeros Karl Nesselrode y el conde Andrey Razumovsky con el objetivo de unificar los Estados alemanes e implantar un régimen constitucional en Polonia. Estuvieron presentes también Francisco I de Habsburgo y Federico Guillermo III de Prusia (acompañado de Hardenberg y Humboldt), junto con representantes del Reino Unido, primero Lord Castlereagh y después el Duque de Wellington (quien tuvo que salir al auxilio de Europa cuando Napoleón escapó de la isla de Elba mientras se estaba celebrando el congreso en 1815) y antiguos aliados de Napoleón, como los reyes de Sajonia y de Dinamarca. También hubo españoles (marqués de Labrador), portugueses (Pedro de Sousa Holstein, Conde de Palmela; António Saldanha da Gama; Joaquim Lobo da Silveira), Estados germánicos (Hannover, Baviera y Wurtemberg), eslavos, nórdicos (Suecia) y enviados de los Estados Pontificios. Todos coincidieron en estar unidos y permanecer vigilantes contra los liberales, los republicanos y los ateos.
En el tiempo en que duró el congreso, los participantes estuvieron por Viena en residencias palaciegas, dando paseos por parques y bosques. Todo estos lugares fueron escenarios de ocio, banquetes y bailes; de estos hechos nació la frase del príncipe de Ligne:Le Congrés ne marche pas, il danse, y se llegaban a juntar hasta más de 2.000 caballos y otros tantos perros en las cacerías que celebraban. Una de estas actividades de ocio contó con un concierto de una cantata de Beethoven titulada El momento glorioso.

Cambios territoriales

Como resultado de las negociaciones sostenidas en el Congreso se tomaron las siguientes decisiones:

NAPOLEON

Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de la actual Córcega, en una familia numerosa de ocho hermanos, la familia Bonaparte o, con su apellido italianizado, Buonaparte. Cinco de ellos eran varones: José, Napoleón, Lucien, Luis y Jerónimo. Las niñas eran Elisa, Paulina y Carolina. Al amparo de la grandeza de Napolione -así lo llamaban en su idioma vernáculo-, todos iban a acumular honores, riqueza, fama y a permitirse asimismo mil locuras. La madre, María Leticia Ramolino, era una mujer de notable personalidad, a la que Stendhal eligió por su carácter firme y ardiente.
Carlos María Bonaparte, el padre, siempre con agobios económicos por sus inciertos tanteos en la abogacía, sobrellevados gracias a la posesión de algunas tierras, demostró tener pocas aptitudes para la vida práctica. Sus dificultades se agravaron al tomar partido por la causa nacionalista de Córcega frente a su nueva metrópoli, Francia; congregados en torno a un héroe nacional, Paoli, los isleños la defendieron con las armas. A tenor de las derrotas de Paoli y la persecución de su bando, la madre de Napoleón tuvo que arrostrar durante sus primeros alumbramientos las incidencias penosas de las huidas por la abrupta isla; de sus trece hijos, sólo sobrevivieron aquellos ocho. Sojuzgada la revuelta, el gobernador francés, conde de Marbeuf, jugó la carta de atraerse a las familias patricias de la isla. Carlos Bonaparte, que religaba sus ínfulas de pertenencia a la pequeña nobleza con unos antepasados en Toscana, aprovechó la oportunidad, viajó con una recomendación de Marbeuf hacia la metrópoli para acreditarlas y logró que sus dos hijos mayores entraran en calidad de becarios en el Colegio de Autun.
Los méritos escolares de Napoleón en matemáticas, a las que fue muy aficionado y que llegaron a constituir una especie de segunda naturaleza para él -de gran utilidad para su futura especialidad castrense, la artillería-, facilitaron su ingreso en la Escuela Militar de Brienne. De allí salió a los diecisiete años con el nombramiento de subteniente y un destino de guarnición en la ciudad de Valence.
Juventud revolucionaria
A poco sobrevino el fallecimiento del padre y, por este motivo, el traslado a Córcega y la baja temporal en el servicio activo. Su agitada etapa juvenil discurrió entre idas y venidas a Francia, nuevos acantonamientos con la tropa, esta vez en Auxonne, la vorágine de la Revolución, cuyas explosiones violentas conoció durante una estancia en París, y los conflictos independentistas de Córcega. En el agitado enfrentamiento de las banderías insulares, Napoleón se creó enemigos irreconciliables, entre ellos el mismo Paoli, al romper éste con la Convención republicana y decantarse el joven oficial por las facciones afrancesadas. La desconfianza hacia los paolistas en la familia Bonaparte se fue trocando en furiosa animadversión. Napoleón se alzó mediante intrigas con la jefatura de la milicia y quiso ametrallar a sus adversarios en las calles de Ajaccio. Pero fracasó y tuvo que huir con los suyos, para escapar al incendio de su casa y a una muerte casi segura a manos de sus enfurecidos compatriotas.

Un joven Napoleón Bonaparte
Instalado con su familia en Marsella, malvivió entre grandes penurias económicas que a veces les situaron al borde de la miseria; el horizonte de las disponibilidades familiares solía terminar en las casas de empeños, pero los Bonaparte no carecían de coraje ni recursos. María Leticia, la madre, se convirtió en amante de un comerciante acomodado Clary, el hermano José se casó con una hija de éste, Marie Julie, si bien el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée, no prosperó. Con todo, las estrecheces sólo empezaron a remitir cuando un hermano de Robespierre, Agustín, le deparó su protección. Consiguió reincorporarse a filas con el grado de capitán y adquirió un amplio renombre con ocasión del asedio de Tolón, en 1793, al sofocar una sublevación contrarrevolucionaria apoyada por los ingleses; el plan de asalto propuesto a unos inexperimentados generales fue suyo, la ejecución también y el éxito infalible.
En reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada, se le destinó a la comandancia general de artillería en el ejército de Italia y viajó en misión especial a Génova. Esos contactos con los Robespierre estuvieron a punto de serle fatales al caer el Terror jacobino, el 9 Termidor, y verse encarcelado por un tiempo en la fortaleza de Antibes, mientras se dilucidaba su sospechosa filiación. Liberado por mediación de otro corso, el comisario de la Convención Salicetti, el joven Napoleón, con veinticuatro años y sin oficio ni beneficio, volvió a empezar en París, como si partiera de cero.
Encontró un hueco en la sección topográfica del Departamento de Operaciones. Además de las tareas propiamente técnicas, entre mapas, informes y secretos militares, esta oficina posibilitaba el acceso a las altas autoridades civiles que la supervisaban. Y a través de éstas, a los salones donde las maquinaciones políticas y las especulaciones financieras, en el turbio esplendor que había sucedido al implacable moralismo de Robespierre, se entremezclaban con las lides amorosas y la nostalgia por los usos del Antiguo Régimen.
Allí encontró a la refinada Josefina Tascher de la Pagerie, de reputación tan brillante como equívoca, quien colmó también su vacío sentimental. Era una dama criolla oriunda de la Martinica, que tenía dos hijos, Hortensia y Eugenio, y cuyo primer marido, el vizconde y general de Beauharnais, había sido guillotinado por los jacobinos. Mucho más tarde Napoleón, que declaraba no haber sentido un afecto profundo por nada ni por nadie, confesaría haber amado apasionadamente en su juventud a Josefina, que le llevaba unos cinco años. Entre sus amantes se contaba Barras, el hombre fuerte del Directorio surgido con la nueva Constitución republicana de 1795, quien por entonces andaba a la búsqueda de una espada, según su expresión literal, a la que manejar convenientemente para el repliegue conservador de la república y hurtarlo a las continuas tentativas de golpe de estado de realistas, jacobinos y radicales igualitarios. La elección de Napoleón fue precipitada por una de las temibles insurrecciones de las masas populares de París, al finalizar 1795, a la que se sumaron los monárquicos con sus propios fines desestabilizadores. Encargado de reprimirla, Napoleón realizó una operación de cerco y aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital anegada en sangre. La Convención se había salvado.
Asegurada la tranquilidad interior por el momento, Barras le encomendó en 1796 dirigir la guerra en uno de los frentes republicanos más desasistidos el de Italia, contra los austríacos y piamonteses. Unos días antes de su partida se casó con Josefina en ceremonia civil, pero en su ausencia no pudo evitar que ella volviera a entregarse a Barras y a otros miembros del círculo gubernamental. Celoso y atormentado, terminó por reclamarla imperiosamente a su lado, en el mismo escenario de batalla.
Militar exitoso
Aquel general de veintisiete años transformó unos cuerpos de hombres desarrapados hambrientos y desmoralizados en una formidable máquina bélica que trituró el Piamonte en menos de dos semanas y repelió a los austríacos más allá de los Alpes, de victoria en victoria. Sus campañas de Italia pasarían a ser materia obligada de estudio en las academias militares durante innúmeras promociones. Tanto o más significativas que sus victorias aplastantes en Lodi, en 1796, en Arcole y Rívoli, en 1797, fue su reorganización política de la península italiana, que llevó a cabo refundiendo las divisiones seculares y los viejos estados en repúblicas de nuevo cuño dependientes de Francia. El rayo de la guerra se revelaba simultáneamente como el genio de la paz. Lo más inquietante era el carácter autónomo de su gestión: hacía y deshacía conforme a sus propios criterios y no según las orientaciones de París. El Directorio comenzó a irritarse. Cuando Austria se vio forzada a pedir la paz en 1797, ya no era posible un control estricto sobre un caudillo alzado a la categoría de héroe legendario.

Napoleón en la campaña de Egipto (Antoine Jean Gros)
Napoleón mostraba una amenazadora propensión a ser la espada que ejecuta, el gobierno que administra y la cabeza que planifica y dirige, tres personas en una misma naturaleza de inigualada eficacia. Por ello, el Directorio columbró la posibilidad de alejar esa amenaza aceptando su plan de cortar las rutas vitales del poderío británico -las del Mediterráneo y la India- con una expedición a Egipto. Así, el 19 de mayo de 1798 embarcaba rumbo a Alejandría, y dos meses después, en la batalla de las pirámides, dispersaba a la casta de guerreros mercenarios que explotaban el país en nombre de Turquía, los mamelucos, para internarse luego en el desierto sirio. Pero todas sus posibilidades de éxito se vieron colapsadas por la destrucción de la escuadra francesa en Abukir por Nelson, el émulo inglés de Napoleón en los escenarios navales.
El revés lo dejó aislado y consumiéndose de impaciencia ante las fragmentarias noticias que recibía de Europa. Allí la segunda coalición de las potencias monárquicas había recobrado las conquistas de Italia y la política interior francesa hervía de conjuras y candidatos a asaltar un Estado en el que la única fuerza estabilizadora que restaba era el ejército. Por fin se decidió a regresar a Francia en el primer barco que pudo sustraerse al bloqueo de Nelson, recaló de paso en su isla natal y nadie se atrevió a juzgarle por deserción y abandono de sus tropas, mientras subía otra vez de Córcega a París, ahora como héroe indiscutido.
Primer Cónsul
En pocas semanas organizó el golpe de estado del 18 Brumario (según la nueva nomenclatura republicana del calendario: el 9 de noviembre) con la colaboración de su hermano Luciano, el cual le ayudó a disolver la Asamblea Legislativa del Consejo de los Quinientos en la que figuraba como presidente. Era el año de 1799. El golpe barrió al Directorio, a su antiguo protector Barras, a las cámaras a los últimos clubes revolucionarios, a todos los poderes existentes e instauró el Consulado: un gobierno provisional compartido en teoría por tres titulares, pero en realidad cobertura de su dictadura absoluta, sancionada por la nueva Constitución napoleónica del año 1800.

Napoleón, Primer Cónsul (Óleo de Antoine Jean Gros)
Aprobada bajo la consigna de «la Revolución ha terminado», la nueva Constitución restablecía el sufragio universal que había recortado la oligarquía termidoriana, sucesora de Robespierre. En la práctica, calculados mecanismos institucionales cegaban los cauces efectivos de participación real a los electores, a cambio de darles la libertad de que le ratificasen en entusiásticos plebiscitos. El que validó su ascensión a primer cónsul al cesar la provisionalidad, arrojó menos de dos mil votos negativos entre varios millones de papeletas. Pero Napoleón no se contentó con alargar luego esta dignidad a una duración de diez años, sino que en 1802 la convirtió en vitalicia. Era poco todavía para el gran advenedizo que embriagaba a Francia de triunfos después de haber destruido militarmente a la segunda coalición en Marengo, y emprendía una deslumbrante reconstrucción interna.
Napoleón, Emperador
La heterogénea oposición a su gobierno fue desmantelada mediante drásticas represiones a derecha e izquierda, a raíz de fallidos atentados contra su persona; el ejemplo más amedrentador fue el secuestro y ejecución de un príncipe emparentado con los Borbones depuestos, el duque de Enghien, el 20 de marzo de 1804. El corolario de este proceso fue el ofrecimiento que le hizo el Senado al día siguiente de la corona imperial. La ceremonia de coronación se llevó a cabo el 2 de diciembre en Notre Dame, con la asistencia del papa Pío VII, aunque Napoleón se ciñó la corona a sí mismo y después la impuso a Josefina; el pontífice se limitó a pedir que celebrasen un matrimonio religioso, en un sencillo acto que se ocultó celosamente al público. Una nueva Constitución el mismo año afirmó aún más su autoridad omnímoda.

Napoleón coronado emperador (Cuadro de J. A. D. Ingres)
La historia del Imperio es una recapitulación de sus victorias sobre las monarquías europeas, aliadas en repetidas coaliciones contra Francia y promovidas en último término por la diplomacia y el oro ingleses. En la batalla de Austerlitz, de 1805, abatió la tercera coalición; en la de Jena, de 1806, anonadó al poderoso reino prusiano y pudo reorganizar todo el mapa de Alemania en la Confederación del Rin, mientras que los rusos eran contenidos en Friendland, en 1807. Al reincidir Austria en la quinta coalición, volvió a destrozarla en Wagram en 1809.
Nada podía resistirse a su instrumento de choque, la Grande Armée (el 'Gran Ejército'), y a su mando operativo, que, en sus propias palabras, equivalía a otro ejército invencible. Cientos de miles de cadáveres de todos los bandos pavimentaron estas glorias guerreras. Cientos de miles de soldados supervivientes y sus bien adiestrados funcionarios, esparcieron por Europa los principios de la Revolución francesa. En todas partes los derechos feudales eran abolidos junto con los mil particularismos económicos, aduaneros y corporativos; se creaba un mercado único interior, se implantaba la igualdad jurídica y política según el modelo del Código Civil francés, al que dio nombre -el Código Napoleón, matriz de los derechos occidentales, excepción hecha de los anglosajones-; se secularizaban los bienes eclesiásticos; se establecía una administración centralizada y uniforme y la libertad de cultos y de religión, o la libertad de no tener ninguna. Con estas y otras medidas se reemplazaban las desigualdades feudales -basadas en el privilegio y el nacimiento- por las desigualdades burguesas -fundadas en el dinero y la situación en el orden productivo-.
La obra napoleónica, que liberó fundamentalmente la fuerza de trabajo, es el sello de la victoria de la burguesía y puede resumirse en una de sus frases: «Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un solo pueblo, y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habría hallado en su patria común». Esta temprana visión unitarista de Europa, quizá la clave de la fascinación que ha ejercido su figura sobre tan diversas corrientes historiográficas y culturales, ignoraba las peculiaridades nacionales en una uniformidad supeditada por lo demás a la égida imperialista de Francia. Así, una serie de principados y reinos férreamente sujetos, mero glacis defensivo en las fronteras, fueron adjudicados a sus hermanos y generales. El excluido fue Luciano Bonaparte, a resultas de una prolongada ruptura fraternal.
A las numerosas infidelidades conyugales de Josefina durante sus campañas, por lo menos hasta los días de la ascensión al trono, apenas había correspondido Napoleón con algunas aventuras fugaces. Éstas se trocaron en una relación de corte muy distinto al encontrar en 1806 a la condesa polaca María Walewska, en una guerra contra los rusos; intermitente, pero largamente mantenido el amor con la condesa, satisfizo una de las ambiciones napoleónicas, tener un hijo, León. Esta ansia de paternidad y de rematar su obra con una legitimidad dinástica se asoció a sus cálculos políticos para empujarle a divorciarse de Josefina y solicitar a una archiduquesa austriaca, María Luisa, emparentada con uno de los linajes más antiguos del continente.

Napoleón con sus hijos
Sin otro especial relieve que su estirpe, esta princesa cumplió lo que se esperaba del enlace, al dar a luz en 1811 a Napoleón II -de corta y desvaída existencia, pues murió en 1832-, proclamado por su padre en sus dos sucesivas abdicaciones, pero que nunca llegó a reinar. Con el tiempo, María Luisa proporcionó al emperador una secreta amargura al no compartir su caída, ya que regresó al lado de sus progenitores, los Habsburgo, con su hijo, y en la corte vienesa se hizo amante de un general austriaco, Neipperg, con quien contrajo matrimonio en segundas nupcias a la muerte de Napoleón.
El ocaso
El año de su matrimonio con María Luisa, 1810, pareció señalar el cenit napoleónico. Los únicos Estados que todavía quedaban a resguardo eran Rusia y Gran Bretaña, cuya hegemonía marítima había sentado de una vez por todas Nelson en Trafalgar, arruinando los proyectos mejor concebidos del emperador. Contra esta última había ensayado el bloqueo continental, cerrando los puertos y rutas europeos a las manufacturas británicas. Era una guerra comercial perdida de antemano, donde todas las trincheras se mostraban inútiles ante el activísimo contrabando y el hecho de que la industria europea aún estuviese en mantillas respecto de la británica y fuera incapaz de surtir la demanda. Colapsada la circulación comercial, Napoleón se perfiló ante Europa como el gran estorbo económico, sobre todo cuando las mutuas represalias se extendieron a los países neutrales.
El bloqueo continental también condujo en 1808 a invadir Portugal, el satélite británico, y su llave de paso, España. Los Borbones españoles fueron desalojados del trono en beneficio de su hermano José, y la dinastía portuguesa huyó a Brasil. Ambos pueblos se levantaron en armas y comenzaron una doble guerra de Independencia que los dejaría destrozados para muchas décadas, pero fijaron y diezmaron a una parte de la Grande Armée en una agotadora lucha de guerrillas que se extendió hasta 1814, doblada en las batallas a campo abierto por un moderno ejército enviado por Gran Bretaña.
La otra parte del ejército, en la que había enrolado a contingentes de las diversas nacionalidades vencidas, fue tragada por las inmensidades rusas. En la campaña de 1812 contra el zar Alejandro I, Napoleón llegó hasta Moscú, pero en la obligada retirada perecieron casi medio millón de hombres entre el frío y el hielo del invierno ruso, el hambre y el continuo hostigamiento del enemigo. Toda Europa se levantó entonces contra el dominio napoleónico, y el sentimiento nacional de los pueblos se rebeló dando soporte al desquite de las monarquías; hasta en Francia, fatigada de la interminable tensión bélica y de una creciente opresión, la burguesía resolvió desembarazarse de su amo.
La batalla resolutoria de esta nueva coalición, la sexta, se libró en Leipzig en 1813, la «batalla de las Naciones», una de las grandes y raras derrotas de Napoleón. Fue el prólogo de la invasión de Francia, la entrada de los aliados en París y la abdicación del emperador en Fontainebleau, en abril de 1814, forzada por sus mismos generales. Las potencias vencedoras le concedieron la soberanía plena sobre la minúscula isla italiana de Elba y restablecieron en su lugar a los Borbones, arrojados por la Revolución, en la figura de Luis XVIII.
Su estancia en Elba, suavizada por los cuidados familiares de su madre y la visita de María Walewska, fue comparable a la de un león enjaulado. Tenía cuarenta y cinco años y todavía se sentía capaz de hacer frente a Europa. Los errores de los Borbones, que a pesar del largo exilio no se resignaban a pactar con la burguesía, y el descontento del pueblo le dieron ocasión para actuar. Desembarcó en Francia con sólo un millar de hombres y, sin disparar un solo tiro, en un nuevo baño triunfal de multitudes, volvió a hacerse con el poder en París.
Pero fue completamente derrotado en junio de 1815 por los vigilantes Estados europeos -que no habían depuesto las armas, atentos a una posible revigorización francesa- en Waterloo y puesto nuevamente en la disyuntiva de abdicar. Así concluyó su segundo período imperial, que por su corta duración se ha llamado de los Cien Días (de marzo a junio de 1815). Se entregó a los ingleses, que le deportaron a un perdido islote africano, Santa Elena, donde sucumbió lentamente a las iniquidades de un tétrico carcelero, Hudson Lowe. Antes de morir, el 5 de mayo de 1821, escribió unas memorias, el Memorial de Santa Elena, en las que se describió a sí mismo tal como deseaba que le viese la posteridad. Ésta aún no se ha puesto de acuerdo sobre su personalidad mezcla singular del bronco espadón cuartelero, el estadista, el visionario, el aventurero y el héroe de la antigüedad obsesionado por la gloria.

LOS JACOBINOS

Los Jacobinos eran miembros de un grupo político de la Revolución francesa llamado Club de los Jacobinos, cuya sede se encontraba en París. Republicanos, defensores de la soberanía popular, su visión de la indivisibilidad de la nación les llevará a propugnar un estado centralizado. Se confunden a menudo con el Terror, en parte debido a la leyenda negra que divulgará la reacción termidoriana sobre Robespierre. En el siglo XIX, el jacobinismo será la fuente de inspiración de los partidos republicanos que promovieron la Segunda y Tercera Repúblicas Francesas. En la Francia contemporánea este término se asocia con una concepción centralista de la República.

Principios

Entrada del Club de los Jacobinos en la calle Saint-Honoré, París.
En junio de 1789, unos representantes del Tercer Estado en la asamblea de los Estados Generales fundan el "Club bretón", un foro de debate y reflexión en torno a la redacción de los Cuadernos de quejas (Cahiers de Doléances), y a la preparación de los debates en la asamblea. Su nombre se debe a que los principales promotores del club eran delegados del Parlamento de Bretaña. Una vez constituida la Asamblea Constituyente, cambiaron su nombre por el de "Société des Amis de la Constitution" (Sociedad de los Amigos de la Constitución), y se instalaron en octubre del mismo año en el Convento de los Jacobinos, un antiguo convento de dominicos situado en la calle Saint-Honoré de París. A partir de ese momento, sus oponentes políticos les llamaron "jacobinos", en un principio para ridiculizarles. En 1789, agrupaban a 200 diputados de diversas tendencias, y su primer presidente fue el diputado bretón Isaac Le Chapelier. En aquella época, Mirabeau se encontraba entre sus miembros.
Centro de creación de ideas y motor intelectual de las acciones emprendidas por la Revolución, su influencia tenía un alcance nacional gracias a las sociedades afines diseminadas por toda Francia. La red creada por estos numerosos grupos le dio un enorme poder político. Si en agosto de 1791 existían 152 sociedades provinciales afiliadas, en 1792 eran 2000.

Escisión

Hasta 1791, el Club, al igual que la mayoría de la ciudadanía, estaba a favor de la implantación de una monarquía constitucional. Pero el intento de huida de Luis XVI, detenido en Varennes en junio de 1791, truncó muchas esperanzas de poder confiar en un sistema de gobierno monárquico. Aquel acontecimiento dividió a los Jacobinos en dos corrientes enfrentadas. Unos, liderados por Robespierre, propugnaban la deposición del rey, y el establecimiento de la república. Los otros, seguidores de Barnave y Brissot, pensaban que ante la amenaza de guerra con las monarquías extranjeras, era preferible detener la Revolución y lograr un compromiso con las élites del Antiguo Régimen para mantener la monarquía constitucional. Estos últimos acabaron por abandonar el Club de los Jacobinos para fundar el “Club des Feuillants”, pero la escisión no frenará la expansión de la Sociedad. El 15 de enero de 1793, una vez concluido el juicio de Luís XVI, los Jacobinos influyen de manera decisiva en la votación a favor de la muerte del Rey en la Convención Nacional.

Camino del poder

El ideal republicano de los Jacobinos se afianza a partir de ese momento. En septiembre de 1792, el Club cambia su nombre por el de “Société des Jacobins amis de la liberté et de l'égalité” (Sociedad de los Jacobinos Amigos de la Libertad y de la Igualdad). Hasta entonces compuesto exclusivamente de intelectuales burgueses, decide abrir sus filas a las clases populares que, aparte de servirle de apoyo táctico, constituyen el fundamento de su ideología. Robespierre, apoyado por Georges Danton, Jean-Paul Marat, Camille Desmoulins y Louis de Saint-Just, toma las riendas del movimiento que se lanza en una política de oposición a los girondinos, en mayoría en la Convención Nacional, y siendo muchos de ellos antiguos Jacobinos. La Gironda cae en junio de 1793, bajo la acción violenta de los Hebertistas o “Exagerados”, el ala extremista de la Montaña, dejando el camino libre a los Jacobinos en el seno de la Convención. El poder jacobino se extiende a los “comités”, órganos ejecutivos del gobierno revolucionario montañés (buena parte de los diputados y gobernantes montañeses eran Jacobinos). Los miembros del Comité de Salvación Pública y del Comité de Seguridad General eran en su mayoría Jacobinos en 1793.

La Convención montañesa y el Terror

El Comité de Salvación Pública en 1793.
Los montañeses jacobinos gobernaron desde junio de 1793 hasta julio de 1794, imponiendo el Reinado del Terror y haciendo uso de su poder en el Comité de Salvación Pública, para reprimir toda oposición al gobierno con una violencia implacable. El Terror se instauró en un principio para salvaguardar la República amenazada por la guerra civil contra revolucionaria, y por la guerra que las monarquías extranjeras mantenían en las fronteras del país. Si bien hubo una relativa unanimidad entre los Jacobinos en sus principios, sus divergencias se fueron agudizando a partir del segundo semestre de 1793.
Por un lado, los Hebertistas -un movimiento heterogéneo y sólo parcialmente jacobino-, intentaban radicalizar la Convención, y controlaban la Comuna, el gobierno local de París. Viéndose desbordados por su izquierda, Robespierre y Saint-Just consiguieron del tribunal revolucionario la detención y ejecución de su cabeza más visible, Jacques-René Hébert, así como de algunos de sus seguidores, en marzo de 1794.
En el mismo tiempo Danton, que había declarado la guerra a Inglaterra y Holanda en febrero de 1793 y había reclamado entonces la anexión de Bélgica, había evolucionado hacia posturas negociadoras con el enemigo y con la aristocracia francesa para lograr la paz y detener la guerra. Por ello, sus seguidores eran llamados Indulgentes. Cuando a principios de 1794 intentó además detener los desbordamientos de la represión “terrorista”, los dirigentes de tendencia Hebertista del Comité de Salvación Pública le arrestaron y le ejecutaron junto con Camille Desmoulins, sin que Robespierre pudiese impedirlo.
Una vez los dantonistas eliminados en marzo-abril de 1794, la dictadura de los Comités se intensificó dando comienzo a lo que se suele llamar “el Gran Terror”. Aunque Robespierre siguiera defendiendo la necesidad del Terror en la Convención, aparecía cada vez más como un moderado incapaz de frenar la deriva criminal de los Comités liderados por Collot d’Herbois, Barère de Vieuzac y Billaud-Varenne.
Aun así, en junio de 1794 Robespierre consiguió la expulsión del club de Joseph Fouché, por entonces todavía un radical ateo, que en abril había sido elegido, para escándalo de Robespierre, Presidente de los Jacobinos; la venganza política subsiguiente contra Fouché, a quien detestaba tanto en el ámbito privado –había rechazado la mano de su hermana– como en el público –le consideraba responsable de las masacres de Lyon–, condujo a la conspiración que abriría el paso a la reacción termidoriana. Aislado dentro del gobierno, la denuncia por parte de Robespierre de los excesos y de la corrupción del Terror desde la tribuna de la Convención llegará tarde. Los miembros del Comité de Segurida
d General sintiéndose amenazados, se aliaron con los diputados moderados del Pantano prometiéndoles el fin del Terror, y prepararon la caída de Robespierre.

Fin del Club de los Jacobinos

Cierre del Club de los Jacobinos en julio de 1794.
Grabado de Malapeau basado en un agua fuerte de Duplessis-Bertaux.
El gobierno de los jacobinistas finaliza con el arresto de Saint-Just y Robespierre, el 9 de termidor (27 de julio) 1794. Al día siguiente, son guillotinados junto con 20 seguidores. Se calcula que en los días siguientes, unos 80 diputados jacobinos son ejecutados. El 12 de noviembre de 1794 la Convención ilegaliza el Club de los Jacobinos y lo cierra. Reabre poco después, una vez eliminados los principales sospechosos de “robespierrismo”. El revanchismo tanto de las antiguas víctimas del Terror como de los monárquicos y de los fanáticos católicos se ceba entonces en cualquiera que se pareciera a un Jacobino: es el llamado “Terror blanco”. Después de los intentos de resurgimiento jacobino de germinal y prairial del año III (abril y mayo de 1795), el Club fue clausurado definitivamente por orden de Joseph Fouché, ministro de Policía, y antiguo miembro del gobierno del Terror. Tras el cierre, los jacobinos activos se reorganizaron a través de nuevos clubs, como el Club del Panteón o el Club de la Sala de Equitación, desde la que lideraron la oposición al Directorio hasta el golpe de Estado napoleónico

El jacobinismo en la Revolución francesa

 Teoría política

La democracia que propugnaban los Jacobinos era heredera directa del modelo de democracia de Jean Jacques Rousseau, en su aspecto comunitarista y creador del concepto de ciudadano. De las teorías de Rousseau expuestas en El contrato social, comparten la idea según la cual la soberanía reside en el pueblo y no en un dirigente o un cuerpo gobernante. También comparten la noción de voluntad general, que no es la suma de las voluntades individuales sino que procede del interés común. Esta primacía del bien común sobre los intereses particulares llevaron a algunos analistas como el historiador Jules Michelet, a reprochar tanto a Rousseau como más tarde a los Jacobinos que favorecieran la aparición de regímenes totalitarios.
El reparo rousseauniano ante el sistema representativo no era, sin embargo, compartido en su integridad por los Jacobinos, quienes, a pesar de desconfiar de dicho sistema (no sólo en su vertiente censitaria liberal-burguesa, que ligaba los derechos políticos y el voto a la posesión de propiedades, sino también en su vertiente democrática), lo consideraban un mal menor imprescindible, dada la imposibilidad técnica de que la nación en su conjunto expresara de forma directa su voluntad.
De acuerdo con estos conceptos, el jacobinismo desarrolló su propio modelo de representación política. Según éste, los parlamentarios habían de ser constantemente vigilados y coaccionados por el poder popular (organizaciones de corte jacobino como los clubes, las sociedades o las fuerzas armadas populares) para evitar desviaciones en un sentido contrario a la revolución. Así, al poder del parlamento, se oponía el poder popular, el poder de la calle, lo que en la práctica llevó al surgimiento de un doble poder: uno emanado del parlamento, que era depositario de la soberanía nacional, y otro de carácter físico y coactivo encarnado por los activistas del ala extremista de los Jacobinos. Esta dicotomía llevó a una cierta contradicción entre el concepto de representación política y el activismo callejero, encarnado por los Sans culottes, mediante el que ciertos activistas que representaban a una parte de la población podían subyugar la voluntad popular mediante la coacción.
Para los Jacobinos, el Estado es el valedor del bien común. Por lo tanto, es fundamental la obediencia a la Constitución y a las leyes. De ahí nace un alto grado de patriotismo y la exaltación de la nación concebida como una unidad indivisible. Sobre este punto, se opusieron a los Girondinos y tendieron a centralizar la organización del país para su defensa. El culto a la Patria se confunde con el culto a la libertad, a la que hay que defender si es atacada. "La República Francesa no trata con el enemigo sobre su territorio" fue un famoso lema jacobinista.
Se trataba de poner en práctica los principios enumerados en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y sintetizados en el lema Libertad-Igualdad (el concepto de Fraternidad aparecerá en 1848). Para ello, amplían el papel del ciudadano al que incitan a que participe activamente en la vida política. En 1789, proclaman las libertades civiles, la libertad de prensa y la libertad de conciencia. La censura es suprimida en 1791. Por primera vez en la historia de Francia, adoptan el sufragio universal (aunque fuese sólo masculino) para las elecciones a la Convención Nacional de septiembre de 1792.
Para que los ciudadanos puedan ser libres e iguales, defienden el valor de la escuela pública republicana, y en 1793 instauran la obligatoriedad de la enseñanza primaria. En 1794, votan la abolición de la esclavitud

La difícil práctica jacobina

Los Jacobinos estuvieron siempre en la vanguardia política de la Revolución desde 1789 y gobernaron de 1792 a 1794. A partir de 1793, la presión de los acontecimientos hizo que buena parte de sus actos llegase a entrar en contradicción con su doctrina. Al ser ésta eminentemente pragmática, evolucionó en función de la situación del momento hasta llegar a ser desvirtuada por la acción dictatorial de un puñado de hombres.
Los Jacobinos respetaban la propiedad privada y obraron para que las clases populares pudieran tener acceso a ella. Al mismo tiempo, condenaron a los grandes terratenientes tradicionales, como la nobleza y la Iglesia, principales exponentes del feudalismo del Antiguo Régimen. Sin embargo, no lograrán la deseada repartición de los bienes nacionales.[1]
Defendían la libertad del comercio, pero las penurias que se venían arrastrando desde los últimos años del Antiguo Régimen y el estado de guerra les llevaron a aumentar la fiscalidad y a imponer el dirigismo económico. Reforzaron también el centralismo ya existente bajo la monarquía, por medio de los representantes del gobierno en los departamentos, considerando necesaria la dictadura parisina, tanto económica como política, para salvar la nación. Esas contradicciones aparentes contribuyeron en parte a la caída de los Jacobinos.[2]
Con su política de oposición del poder popular al sistema representativo, los Jacobinos llegaron a acabar con 60 diputados girondinos de la Asamblea. Las hostilidades hacia dicho sistema lo hicieron tambalearse hasta el punto de entrar en crisis. Las técnicas jacobinas de coacción y liquidación de la oposición llevaron a ciertos votantes moderados de la Convención a inhibirse a la hora de depositar su voto.
Algunos historiadores reconocen a los Jacobinos el mérito de haber sentado las bases del republicanismo, que por primera vez fuese el Estado que se hiciera cargo de la acción social, y que el país saliese victorioso de las guerras en sus fronteras. Por otro lado, consideran que si fueron radicales comparándolos con los Girondinos, fueron moderados comparados con los Hebertistas y los Enragés.
Otros autores pasan por alto el legado jacobino y sólo toman en cuenta sus prácticas inquisitoriales y sus métodos de depuración para cualquiera que se alejase de la ortodoxia, limitando así el jacobinismo al periodo del Terror

El jacobinismo del siglo XIX al siglo XX

Este enfrentamiento es patente a lo largo de todo el siglo XIX francés, en el que predomina el miedo a la dictadura jacobina y a los "rojos" no sólo por parte de los dirigentes monárquicos y conservadores, sino también de los liberales como François Guizot y Adolphe Thiers.
Para los republicanos del siglo XIX, la herencia jacobina asociada a la herencia de la Revolución francesa sigue muy viva. El libro La conjuración de los iguales, escrito en 1828 por Filippo Buonarroti, amigo de Gracchus Babeuf, tendrá una gran resonancia entre los republicanos como François Vincent Raspail, Auguste Blanqui y Louis Blanc. El jacobinismo está presente en la revolución de 1830, en la segunda república de 1848 y en la Comuna de París de 1871.
En la Asamblea Constituyente de 1848, los debates acalorados entre Alexis de Tocqueville, que se limitaba a la herencia de 1789, y Alexandre Ledru-Rollin, que defendía de igual manera el jacobinismo de 1793, reflejaban una oposición que iba a permanecer vigente hasta el siglo XX. El 29 de enero de 1891, Georges Clemenceau incorporó el jacobinismo al patrimonio ideológico de la Tercera República declarando en un discurso en la Asamblea Nacional que "La Revolución (Francesa) es un bloque del que nada se puede restar". Políticos del siglo XX como Jean Jaurès, Charles de Gaulle, Pierre Mendès-France y más recientemente el socialista Jean-Pierre Chevènement[3] han reivindicado la defensa de los ideales jacobinos.

viernes, 12 de noviembre de 2010

GEORGE WASHINGTON

George Washington nació el 22 de febrero de 1732 a orillas del río Potomac, en la finca de Bridge's Creek, en el antiguo condado de Westmoreland, en el actual estado de Virginia. Pertenecía a una distinguida familia inglesa, oriunda de Northamptonshire, que había llegado a América a mediados del siglo XVII y había logrado amasar una considerable fortuna. Su padre, Augustine, dueño de inmensas propiedades, era un hombre ambicioso que había estudiado en Inglaterra y que al enviudar de su primera mujer, Jane Butler, quien le había dado cuatro hijos, contrajo segundas nupcias con Mary Ball, de una respetable familia de Virginia, que le dio otros seis vástagos, entre ellos George.
Poco se sabe de la infancia del futuro presidente, salvo que sus padres lo destinaban a una existencia de colono y por ello no fue más allá de las escuelas rurales de aquel tiempo: entre los siete y los quince años estudió de modo irregular, primero con el sacristán de la iglesia local y luego con un maestro llamado Williams. Alejado de toda preocupación literaria o filosófica, el muchacho recibió una educación rudimentaria en lo libresco, pero sólida en el orden práctico, al que lo inclinaba su activo temperamento.

George Washington
Ya en la temprana adolescencia estaba suficientemente familiarizado con las tareas de los colonos como para cultivar tabaco y almacenar las uvas. En esa época, cuando tenía once años, murió su padre y pasó a la tutela de su hermanastro mayor, Lawrence, un hombre de buen carácter que, en cierta forma, fue su tutor. En su casa, George conoció un mundo más amplio y refinado, pues Lawrence estaba casado con Anne Fairfax, una de las grandes herederas de la región y acostumbraba codearse con la alta sociedad de Virginia.
Un colono con vocación militar
Escuchando los relatos de su hermanastro, se despertó en él una temprana vocación militar y a los catorce años quiso hacerse soldado, aunque tuvo que desechar la idea ante la férrea oposición de su madre, quien se negó a que siguiera la carrera de las armas. Dos años más tarde comenzó a trabajar de agrimensor, como asistente de una expedición para medir las tierras de lord Fairfax en el valle de Shenandoah.
A partir de allí, las agotadoras jornadas en campo abierto, sin comodidades y expuesto a los peligros de la vida salvaje, le enseñaron no sólo a conocer las costumbres de los indios y las posibilidades de colonización del Oeste, sino a dominar su cuerpo y su mente, templándolo para la tarea que el futuro le reservaba. Pero de momento, aunque las preocupaciones políticas no le perturbaban (el joven Washington era un fiel súbdito de la corona inglesa), se sentía molesto por las limitaciones impuestas por la metrópoli a la colonización, ya que con su hermanastro proyectaban llevar sus negocios a las tierras del Oeste.
A los veinte años ocurrió un cambio decisivo en su vida, que lo convirtió en cabeza de familia. Una tuberculosis acabó con la vida de Lawrence en 1752 y George heredó la plantación de Mount Vernon, una enorme finca con 8.000 acres y 18 esclavos. Así, pues, pasó a ser uno de los hombres más ricos de Virginia, y como tal actuaba: pronto se distinguió en los asuntos de la comunidad, fue un activo miembro de la Iglesia episcopal y se postuló como candidato, en 1755, a la Cámara de los Burgueses del distrito. También sobresalía en las diversiones; era un magnífico jinete, alto y de ojos azules, un gran cazador y mejor pescador; amaba el baile, el billar y los naipes y asistía a las carreras de caballos (tenía sus propias cuadras) y a cuantas representaciones teatrales se daban en la región. Pero su vocación de soldado no había muerto, y entre sus planes figuraba ser también un brillante militar.

Su casa en Mount Vernon, Virginia
Por entonces, ingleses y franceses se disputaban el dominio de América del Norte, y la controversia sobre las rutas de la cabecera del Ohio había conducido a una extrema tensión entre los colonos. Washington se alistó en el ejército, y poco después de la muerte de su hermanastro fue nombrado por el gobernador Robert Dinwiddie comandante del distrito, con un sueldo de 100 dólares anuales. Ante las invasiones de los franceses por la frontera, en 1753 el gobernador le encargó la misión de practicar un reconocimiento en la zona limítrofe. A mediados de noviembre, Washington se puso en marcha al frente de seis hombres por el valle del Ohio, un país inhóspito, poblado de tribus salvajes y múltiples peligros. A pesar del frío y las nieves, pudo llevar a cabo la dura travesía hasta alcanzar Fort-Le Boeuf en Pennsylvania, una hazaña que comenzó a cimentar su fama.
Declarada en 1756 la guerra de los Siete Años, que para los colonos ingleses en América suponía la lucha por su expansión frente al predominio francés, Washington fue designado teniente coronel del regimiento de Virginia, a las órdenes del general Fry. Al morir éste en combate, le sucedió como jefe supremo de las fuerzas armadas del condado, pasando poco después a formar parte del estado mayor del general Braddock, que dirigía las tropas regulares enviadas por Inglaterra. El 9 de julio de 1755 se distinguió en la batalla de Monongahela por su coraje y capacidad de decisión, si bien ésta acabó en un desastre para los ingleses.
La derrota repercutió de tal forma en su ánimo que el joven militar se retiró a Mount Vernon con el firme propósito de no volver a tomar las armas. Pero no pudo llevarlo a cabo, pues los notables de Virginia le pidieron que se hiciera cargo de las tropas, a pesar de que sólo contaba con veintitrés años de edad. Washington conservó el mando entre 1755 y 1758, época en que también fue elegido como representante del condado de Frederic para la Cámara de los Burgueses de Virginia. Su nombre ya era popular, se le admiraba por su experiencia y tacto, y comenzaba a labrarse un sólido prestigio político interviniendo activamente en las deliberaciones de la asamblea.
Tras algunos sinsabores, desilusionado ante el curso de la guerra con Francia y la conducta de los comandantes británicos, Washington renunció a su cargo militar para regresar a Mount Vernon y al poco tiempo, el 6 de enero de 1759, se casó con Martha Dandridge, una mujer tan rica como bella, viuda del coronel Parke Custis y dueña de una de las mayores fortunas de Virginia. Poseía un gran número de esclavos, 15.000 valiosos acres y dos hijos de seis y cuatro años, que se convirtieron en la verdadera familia de Washington.
En Mount Vernon la pareja, unida más que por un amor apasionado por una armoniosa felicidad, llevaba la vida de los ricos propietarios, atentos a la prosperidad de sus tierras y al papel prominente que desempeñaban en la vida social de la región. Todo se hacía a lo grande, la ropa se compraba en Londres, las fiestas eran espléndidas y los huéspedes se contaban por cientos. Pero esta vida rumbosa se vería interrumpida por el vendaval político que pronto se abatió en la América del Norte.
La lucha por la independencia
El final de la guerra de los Siete Años, signado el 10 de febrero de 1762 por el Tratado de París, significó la renuncia de Francia a sus pretensiones sobre Acadia y Nueva Escocia y la posesión, por parte de Inglaterra, de Canadá y toda la región de Luisiana, salvo Nueva Orleans. Pero la discrepancia mercantil entre Londres y sus colonias aumentó a raíz de esta conclusión, pues el gobierno inglés consideró que todas sus posesiones habían de cooperar en la amortización de los gastos ocasionados por la guerra, ya que todas ellas se habían beneficiado de sus resultados.
De hecho, el déficit originado por la contienda era enorme, y en marzo de 1765 el parlamento inglés votó un impuesto que hirió los derechos tradicionales de las colonias, imponiendo el uso de papel timbrado para toda clase de contratos. Con verdadera ceguera política, al año siguiente impuso una serie de derechos aduaneros sobre el papel, el vidrio, el plomo y el té, que provocaron la indignación del mundo comercial norteamericano y la formación de ligas patrióticas contra el consumo de mercancías inglesas. A la vanguardia de las luchas que precedieron al estallido revolucionario habían de colocarse los aristócratas de Virginia y los demócratas de Massachusetts. Washington se sintió irritado por tales medidas, pero continuó considerándose un súbdito leal a Inglaterra y un hombre de opiniones moderadas.

Washington en traje de cazador
En 1773 la población de Boston protestó contra los impuestos arrojando los cargamentos de té al mar. El hecho, conocido como el Boston Tea Party, acabó de abrirle los ojos a Washington y de volcarle hacia la defensa de las libertades americanas. Cuando los legisladores de Virginia se reunieron al año siguiente en Raleigh, él estuvo presente y firmó las resoluciones. En la primera legislatura revolucionaria de ese año pronunció un elocuente discurso declarando: «Organizaré un ejército de mil hombres, los mantendré con mi dinero y me pondré al frente de ellos para defender a Boston». Ya había dejado de ser un moderado cuando, vestido de uniforme, representó a Virginia en el Primer Congreso Continental que se celebró en Filadelfia en 1774. Sus cartas muestran que aún se oponía a la idea de la independencia, pero que estaba decidido a no renunciar a «la pérdida de los derechos y privilegios que son esenciales a la felicidad de todo Estado libre y sin los cuales la vida, la libertad y la propiedad se tornan totalmente inseguras».
Comenzadas las hostilidades entre ingleses y americanos en la batalla de Lexington, el 19 de abril de 1775, los autonomistas declararon sus anhelos de independencia frente a la corona inglesa. Todas las colonias se consideraron en guerra contra la metrópoli y, en el Segundo Congreso reunido en Filadelfia ese año, confiaron el mando de las tropas al plantador virginiano George Washington. Su elección fue en parte el resultante de un compromiso político entre Virginia y Massachusetts, pero también la consecuencia de la fama ganada en la campaña de Braddock y del talento con que impresionó a los delegados del Congreso.
El flamante jefe de las fuerzas coloniales se vio entonces frente a la arriesgada tarea de crear un ejército casi desde la nada y en presencia del enemigo. Al llegar a Boston se encontró con más de quince mil hombres, pero se trataba sólo de una masa confusa de insurrectos indisciplinados, divididos en bandas hostiles entre sí, a menudo en harapos y mal armados. Faltaban víveres y vituallas, y además, cada asamblea provincial dictaba órdenes a su capricho. Aquí demostró Washington sus brillantes dotes de organización y su incansable energía, disciplinando y adiestrando a los voluntarios inexpertos, reuniendo provisiones y llamando a las colonias en su apoyo. De esa forma organizó al ejército de Massachusetts, con el que pudo ocupar Boston y expulsar de Nueva Inglaterra a los ingleses del general Howe en 1776. Ese año, ante la llegada de nuevas tropas enviadas por la metrópoli, los americanos habían proclamado solemnemente la independencia de los Estados Unidos.
Washington había ganado el primer round contra las tropas de la corona, pero aún faltaban varios años de guerra en que los soldados americanos serían puestos al borde de la aniquilación. Entre los factores decisivos para alcanzar la victoria, en primer término figuraron su capacidad para infundir confianza a los soldados, su energía incansable y su gran sentido común. Nunca fue un genial estratega, ya que, como dijo Jefferson, «a menudo fracasó a campo abierto», pero supo mantener viva entre sus hombres la llama del patriotismo y escuchó siempre las opiniones de los generales a su mando, sin importarle dejar de lado su propio parecer.
Así, en un segundo momento, retiró sus tropas al sur y esperó la contraofensiva británica en Long Island, pero decidió retirarse debido a su inferioridad numérica respecto a Howe. Desde entonces, en Pennsylvania empleó una táctica de desgaste que le valió las victorias de Trenton y Princeton de 1776, aunque también las derrotas de Brandwine y Germantown del año siguiente. En retirada, contuvo a las fuerzas de Howe que avanzaban sobre Filadelfia. La ciudad no pudo resistir y cayó en manos del jefe británico, pero pronto los ingleses sufrieron un desastre considerable y el general Burgoyne fue obligado a capitular en Saratoga, el 17 de octubre, ante el asedio del jefe americano Gates.
Este éxito de la Revolución americana conmovió en Europa a los adeptos del enciclopedismo y a los partidarios del «hombre natural» de Rousseau. Voluntarios franceses como La Fayette, Rochaubeau y De Grasse, polacos como Kosciuszko y sudamericanos como Miranda, acudieron en auxilio de las huestes de Washington, que vio así facilitada su tarea. Después del terrible invierno de Valley Forge, donde se dedicó a adiestrar a sus tropas, pudo reanudar victoriosamente la lucha gracias a los refuerzos recibidos. El gobierno francés vio en el conflicto la oportunidad de vengar la derrota de la guerra de los Siete Años y, en 1778, firmó una alianza con los Estados Unidos, a la que se sumó al año siguiente Carlos III de España.
El auxilio de las tropas francesas fue tan eficaz que Washington pudo recuperar Filadelfia, sitiar Nueva York y dirigirse al sur para cortar el avance de lord Cornwallis, que iba al frente de once mil hombres, el grueso de las tropas inglesas. El 19 de octubre de 1781 éste se vio obligado a capitular, luego de caer prisionero con su ejército. Esta rendición provocó la definitiva victoria de los colonos y el reconocimiento de la independencia por parte de Inglaterra, antes de firmarse la paz en Versalles, el 20 de enero de 1783.
El constructor del Estado
En plena guerra, en 1778, el Congreso había promulgado la Ley de Confederación, primera tentativa para constituir un bloque homogéneo con los trece estados de la Unión. Pero esta fórmula política dio escasos resultados, pues la guerra y la posguerra exigían más un poder central fuerte que un gobierno sin atribuciones. En la cumbre del prestigio y la fama, después de los triunfos militares, Washington tuvo que hacer frente a los problemas de la reconstrucción nacional. Por un lado se negó a aceptar la corona que algunos notables le ofrecían, dedicándose a combatir la reacción monárquica de algunos sectores del país, y por otro proclamó la necesidad de establecer una constitución.
Su postura federalista, defensora de la implantación de un poder central eficiente que defendiera los intereses americanos en el exterior y equilibrara las tendencias partidistas de los territorios, supo conciliarse con la de los republicanos, partidarios de conservar la independencia política y económica de los estados. El acuerdo entre ambos grupos fue expresado por la Constitución del 17 de septiembre de 1787, la primera carta constitucional escrita que reguló la forma de gobierno de un país. Una vez más, las dotes de organización y dirigente de Washington hicieron que las esperanzas fueran puestas en él, y el Congreso lo eligió como primer presidente de los Estados Unidos en 1789.
La prudencia, la sensatez y sobre todo un respeto casi religioso a la ley, fueron las notas dominantes de sus ocho años de gobierno. Al elegir a los cuatro miembros de su gabinete, Thomas Jefferson en la Secretaría de Estado, el general Henry Knox en la de Guerra, Alexander Hamilton en la del Tesoro y Edmund Randolph en la de Justicia, Washington estableció un cuidadoso equilibrio entre republicanos y federales, el cual posibilitó la puesta en marcha del aparato que habría de coordinar y dirigir la administración del país. Para hacer frente a los graves problemas económicos por los que éste atravesaba, aplicó una férrea política fiscal y se esforzó por asociar los grandes capitales con el Estado, a fin de comprometerlos en la estabilidad de la nación. Con idéntico objetivo creó el Banco de los Estados Unidos y, a fin de promover el desarrollo industrial, dictó una serie de medidas proteccionistas que le valieron el apoyo de la burguesía.
Elegido para un segundo mandato en 1793, ante sus dudas fue Jefferson quien le convenció de que aceptara el cargo nuevamente. En esta segunda etapa de gobierno tuvo que abocarse a serios problemas, como el suscitado en el Oeste por la oposición a los impuestos sobre el aguardiente, que originó en 1794 una sublevación, conocida como Whiskey Rebellion, la cual fue reprimida por las tropas enviadas por orden del presidente.
Otro elemento de desgaste fue el choque entre Jefferson y Hamilton, motivado por la radicalización de la Revolución francesa y el conflicto armado que asolaba Europa. Mientras que el secretario de Estado se inclinaba por el apoyo de Estados Unidos a la Francia revolucionaria, el secretario del Tesoro defendía la neutralidad ante la contienda. Washington, que al principio había tratado de mantener la armonía entre ambos, apoyó, una vez declarada la guerra europea, las posiciones de Hamilton y se decidió por la neutralidad. No tardó mucho tiempo en declarar sus simpatías pro británicas, a pesar de la enorme deuda que su país tenía con Francia, y ello trajo como consecuencia el debilitamiento de las relaciones con esta nación. Thomas Jefferson, por su parte, manifestó su disconformidad abandonando el gobierno y, ya desde la oposición, se opuso al centralismo del presidente.
Así fue cómo la estrella política de Washington comenzó a declinar hasta ensombrecerse totalmente cuando se conocieron los términos de un acuerdo comercial firmado por Gran Bretaña, el Tratado Jay del 25 de junio de 1794, que provocó fuertes discusiones en el parlamento y una real merma de la popularidad presidencial. Aun así, fue elegido por tercera vez para ocupar el poder, pero en esta oportunidad se negó tajantemente, aduciendo que quería volver con su familia y a la paz de la vida privada. En realidad, le frenaba el miedo a la tentación dictatorial que desvirtuaría el origen democrático de su lucha por la independencia, y no dudó en regresar a su plantación de Virginia.
Los dos últimos años de su vida, ya en la declinación de sus facultades físicas, los dedicó a cuidar de su familia y sus propiedades, salvo una breve interrupción en 1798, cuando se le nombró comandante en jefe del ejército ante el peligro de una guerra con Francia. En el invierno siguiente, Washington regresó a su casa agotado por una cabalgata de varias horas, por el frío y la nieve. Una aguda laringitis lo llevó a la muerte el 14 de diciembre de 1799. El prohombre de la independencia, el que fue «el primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en el corazón de sus compatriotas», enfrentó el final con su serenidad característica, la misma que le había permitido afrontar el peligro de los campos de batalla con absoluta tranquilidad. Como escribió Jefferson, era un hombre inaccesible al temor.